El 2 de febrero se celebra mundialmente la fiesta de la vida religiosa en la Iglesia Católica. Las páginas web de la UISG y la USG pidieron a sus secretarios que nos ayudaran a reflexionar sobre el significado de la vida religiosa en el mundo actual.
A continuación, puedes leer sus reflexiones.
Dimensión profética de la vida religiosa – Hna. Patricia Murray, IBVM
Vivir este tiempo de crisis global, en un mundo fracturado por la pandemia del Covid, el racismo, la violencia y la división, exige una respuesta profética de los religiosos y religiosas. Los gritos de «no puedo respirar» de George Floyd magnifican las luchas de millones de personas infectadas por el Covid o pisoteadas por estructuras opresivas, mientras que además muchas partes del planeta Tierra carecen del oxígeno necesario para que la vida prospere. ¿Cómo estamos llamados a responder como religiosos? ¿Qué puede ofrecer nuestra vida de votos, vivida en comunidad, en medio de este sufrimiento?
La profecía de la fragilidad – H. Emili Turú, FMS
El Covid-19 ha acentuado los rasgos del fin de una época, de un cambio de civilización. La historia nos dice que el período (a veces largo, a veces breve) que precede al nacimiento de una nueva civilización es un período de decadencia: un tiempo de caos e incertidumbre, exactamente como este momento en el que nos encontramos.
Buscando inspiración para el momento actual, dirigí mi mirada a las primeras comunidades cristianas, que se desarrollaron y expandieron de forma inexplicable durante un periodo muy difícil para ellas, incluso más que el nuestro.
A este respecto, me sorprendió recientemente, al leer una profunda reflexión de un pastor de la iglesia luterana, encontrarme con el neologismo «antifrágil» aplicado a la Iglesia. Hace una interpretación muy sugerente: los sistemas mecánicos son frágiles en su complejidad; los orgánicos, en cambio, son antifrágiles porque están diseñados para crecer bajo presión. Algunas partes de nuestro cuerpo, como los huesos o los músculos, por ejemplo, necesitan presión para mantenerse sanos y fortalecerse. Del mismo modo, la Iglesia primitiva era un sistema profundamente antifrágil, que crecía y se fortalecía a medida que aumentaba la presión sobre ella.
Podemos aplicar lo mismo a nuestras comunidades o congregaciones. Nacemos en condiciones de estrés, de presión, y nos desarrollamos mejor en esas condiciones. En cambio, cuando no existe esa presión, nos relajamos y perdemos fuerza y enfermamos.
Si vivir bajo presión forma parte de las condiciones normales de la comunidad cristiana para su desarrollo y consolidación, entonces es normal que los primeros cristianos apreciaran tanto la virtud de la paciencia que, según el diccionario, es la «capacidad de sufrir o soportar algo sin alterarse».
Cipriano de Cartago, Justino, Clemente de Alejandría, Orígenes, Tertuliano, todos hablan de la paciencia, considerándola una virtud peculiarmente cristiana, y la mayor y más elevada de todas las virtudes. Saber que estamos en manos de Dios, sin querer controlar los acontecimientos, vivir sin ansiedad ni prisa, y sin utilizar nunca la fuerza para conseguir los objetivos que queremos alcanzar. Justino describe la paciencia como algo extraño, y subraya que llevó a muchas conversiones de paganos.
Su testimonio era como la levadura que se pone en la harina y conduce a la fermentación. Tanto los primeros cristianos como nuestros fundadores y fundadoras participaron activamente en el nacimiento de lo nuevo en un mundo decadente.
Aunque los signos externos puedan dar la impresión de lo contrario, la VC tiene una gran actualidad. En el corazón de lo que estamos llamados a ser está exactamente lo que las mujeres y los hombres de hoy necesitan. En el corazón de nuestra vida hay una serie de no negociables que, vividos con autenticidad, tienen una enorme fuerza germinal. El conjunto de una vida así es un contraste profético con las prácticas decadentes del momento actual y un fermento paciente de cambio.
Cuento con vosotros para «despertar al mundo», pues el signo distintivo de la vida consagrada es la profecía. Como dije a los Superiores Generales: «La vida evangélica radical no es sólo para los religiosos: se exige a todos. Pero los religiosos siguen al Señor de un modo especial, de un modo profético». Esta es la prioridad que se necesita ahora: «ser profetas que den testimonio de cómo vivió Jesús en esta tierra… un religioso nunca debe abandonar la profecía». (Carta Apostólica del Papa Francisco a todos los consagrados, II, 2)
No la radicalidad, sino la profecía. O quizás mejor, la radicalidad de la profecía. Evidentemente, no se trata de una profecía de erigirse en modelo para nadie en la Iglesia, sino de la profecía de la pequeñez y la fragilidad, que da testimonio de la misericordia de Dios. La profecía -dice Fr. Migueldavide Semeraro- es la capacidad de abrazar la muerte, el fracaso, la no visibilidad, la marginalidad, y hacerlo como una opción permanente para toda la vida.